En efecto, “la verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas. […] La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón. Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos. […] Cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas. […] La violencia engendra violencia, el odio engendra más odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible”.
Una cosa es aceptar ser responsables ante el país y ante las víctimas, y otra cosa es el aporte a la verdad. La diferencia en el paso dado por la Farc es que es un aporte en justicia y verdad en el que no se señala el crimen del otro, sino al crimen de uno mismo. Esto es reconocimiento. Hacen un acto libre. Un acto que solo los compromete a ellos. Cabe preguntarse si este acto de verdad y de justicia va acompañado de misericordia.
El camino hacia una mejor convivencia implica siempre reconocer la posibilidad de que el otro aporte una perspectiva legítima, al menos en parte, algo que pueda ser rescatado, aun cuando se haya equivocado o haya actuado mal.
El esfuerzo duro por superar lo que nos divide sin perder la identidad de cada uno, supone que en todos permanezca vivo un básico sentimiento de pertenencia.
No hay punto final en la construcción de la paz social de un país, sino que es una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos. Trabajo que nos pide no decaer en el esfuerzo por construir la unidad de la nación y, a pesar de los obstáculos, diferencias y distintos enfoques sobre la manera de lograr la convivencia pacífica, persistir en la lucha para favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común. Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo.
Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de un desarrollo humano integral no permiten generar paz.
Algunos prefieren no hablar de reconciliación porque entienden que el conflicto, la violencia y las rupturas son parte del funcionamiento normal de una sociedad.
Otros creen que la reconciliación es cosa de débiles, que no son capaces de un diálogo hasta el fondo, y por eso optan por escapar de los problemas disimulando las injusticias. Incapaces de enfrentar los problemas, eligen una paz aparente.
No se trata de proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad. Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano. Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño.
Pero la verdadera reconciliación no escapa del conflicto sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del diálogo y de la negociación transparente, sincera y paciente. La lucha entre diversos sectores «siempre que se abstenga de enemistades y de odio mutuo, insensiblemente se convierte en una honesta discusión, fundada en el amor a la justicia». Así lo plantea el padre de Roux: “No sabemos cuál es el aporte a la verdad que va a hacer las Farc; lo único que sabemos es que ha aceptado responsabilidades y que se ha comprometido a aportar verdad. Esa verdad, en lo que hace, no a lo jurídico, sino a lo histórico, a lo contextual, la vamos a contrastar con otros aportes, como los que pueda hacer Samper, o la familia Gómez Hurtado o la misma Farc.”
A quien sufrió mucho de manera injusta y cruel, no se le debe exigir una especie de “perdón social”. La reconciliación es un hecho personal, y nadie puede imponerla al conjunto de una sociedad, aun cuando deba promoverla. En el ámbito estrictamente personal, con una decisión libre y generosa, alguien puede renunciar a exigir un castigo (cf. Mt 5,44-46), aunque la sociedad y su justicia legítimamente lo busquen. Pero no es posible decretar una “reconciliación general”, pretendiendo cerrar por decreto las heridas o cubrir las injusticias con un manto de olvido.
La Comisión tiene la obligación de recibir, y recibir bien, a todos los que quieren contribuir con sus aportes a la verdad en el conflicto. Recibir y entender no significa estar de acuerdo con las personas que se reciben. Es la verdad de ellos, no la verdad de la Comisión, que está obligada a contrastar esos aportes para llegar a los juicios históricos, humanos y éticos de la Comisión.
Una vez más “no podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno”. Tampoco deben olvidarse las persecuciones, el tráfico de esclavos y las matanzas étnicas que ocurrieron y ocurren en diversos países, y tantos otros hechos históricos que nos avergüenzan de ser humanos. Deben ser recordados siempre, una y otra vez, sin cansarnos ni anestesiarnos.
Así lo reconoce, el padre de Roux, presidente de la Comisión: “El lugar de las víctimas es prioridad para la Comisión. Un acto de estos sin haberlo conversado con las víctimas produce una revictimización: el dolor, la indignación, la incertidumbre, el grito de la justicia buscada. El reconocimiento de las Farc es el resultado de un proceso, pero en ese proceso justamente es muy importante, antes de que un responsable salga a decir en público que acepta una responsabilidad, la conversación en privado y crudo con las víctimas (siempre y cuando las víctimas lo quieran), con las familias afectadas, y escucharlas sobre lo que sienten ante eso. Escuchar su indignación, su sufrimiento, su grito de justicia. Para nosotros, la verdad está basada en las víctimas. Desde allá es que nos importa recibirla y escucharla.”
Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa. Necesitamos mantener “viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo que sucedió” que “despierta y preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y destrucción”.
El perdón no implica olvido. Decimos más bien que cuando hay algo que de ninguna manera puede ser negado, relativizado o disimulado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que jamás debe ser tolerado, justificado o excusado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar. El perdón libre y sincero es una grandeza que refleja la inmensidad del perdón divino. Si el perdón es gratuito, entonces puede perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir perdón.
Tampoco estamos hablando de impunidad. Pero la justicia sólo se busca adecuadamente por amor a la justicia misma, por respeto a las víctimas, para prevenir nuevos crímenes y en orden a preservar el bien común, no como una supuesta descarga de la propia ira. El perdón es precisamente lo que permite buscar la justicia sin caer en el círculo vicioso de la venganza ni en la injusticia del olvido.
Si no nos creemos, no hay nada que hacer. Y por eso nosotros tenemos estas obligaciones: esclarecer lo que pasó, dignificar a las víctimas, invitar a los responsables a aceptar responsabilidades, trabajar por la convivencia y la reconciliación y presentar caminos de no repetición. Es nuestra obligación invitar a la sociedad a que seamos muy serios en esto y a que creamos los unos en los otros. Si no creemos, no nos queda sino armarnos todos, y no habrá posibilidad de paz.
La violencia ejercida desde las estructuras y el poder del Estado no está en el mismo nivel de la violencia de grupos particulares. De todos modos, no se puede pretender que sólo se recuerden los sufrimientos injustos de una sola de las partes. Como enseñaron los Obispos de Croacia, “nosotros debemos a toda víctima inocente el mismo respeto. No puede haber aquí diferencias raciales, confesionales, nacionales o políticas”.
No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. Volvamos a contemplar a tantos civiles masacrados como “daños colaterales”. Preguntemos a las víctimas. Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron la radiación atómica o los ataques químicos, a las mujeres que perdieron sus hijos, a los niños mutilados o privados de su infancia. Prestemos atención a la verdad de esas víctimas de la violencia, miremos la realidad desde sus ojos y escuchemos sus relatos con el corazón abierto. Así podremos reconocer el abismo del mal en el corazón de la guerra y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir la paz.